No temo a la muerte


No temo a la muerte

Muchas personas temen la muerte. Yo no, porque la muerte para mí, en este peregrinaje terreno, no es el fin sino el comienzo de la vida verdadera, la vida que anhelo con esperanza: la plenitud en Dios en la vida eterna.

Mi fe cristiana contempla siempre la muerte con mirada de eternidad, de serenidad y de confianza no con los ojos con los que el mundo la vislumbra.

Sabiendo lo que me espera al traspasar el umbral de la muerte uno puede quedar aferrado a esta vida que, en definitiva, es lo único que conoce.

Desde el día de mi nacimiento, sé que voy camino a la muerte como consecuencia del pecado. Pero Cristo venció la muerte y me ofrece la vida eterna y la Resurrección. Morir es vivir.

Es una esperanza que me debe llenar de gozo. Incluso mucho más, si tomo las palabras de san Pablo: «el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales; lo hará por medio de su Espíritu, que ya habita en vosotros».

Cómo me gustaría actuar siempre con miras de eternidad. Pero cuesta tanto saber discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo positivo y lo negativo, entre lo agradable y lo áspero de las experiencias, de lo hermoso y lo grotesco de la vida.

Me esfuerzo en vivir en la comodidad. Me desgasto por tener más, invierto tiempo, esfuerzo y dinero para acaparar más, para ser más, para vivir mejor.

Encuentro placer en el cine, en la comida, en la música, en las redes sociales, en los viajes, en el deporte, en el arte, en compartir con los amigos…

Me reconozco por la familia que tengo, por los amigos que forman mi núcleo íntimo, por las posesiones que he conseguido o heredado, por el fruto del trabajo, por el reconocimiento social…

Pero esta mirada es fugaz y terrena.

No tiene por qué ser algo negativo, pero ¿Cuántas veces al día pienso en la eternidad?

¿Cuántas veces me planteo que el cielo es mi destino y que no hago más que vivir inmerso en lo temporal, en lo cotidiano del día a día, en los problemas que me agobian y no me dejan vivir, como si fuese un ser inmortal que siempre voy a quedarme en la tierra luchando por sobrevivir?

¿Cuántas veces al día me planteo que debo buscar las cosas de arriba, donde está el Señor, y no tanto las de esta tierra?

¿Por qué no me doy cuenta con más frecuencia de que mi vida tiene sus límites y que tarde o temprano me llegará la muerte?

¿Y si esa experiencia me puede sobrevenir en cualquier momento, estoy preparado para recibirla?

Tememos y rechazamos a la muerte porque nos falta fe, porque nos produce incertidumbre caer en el abismo de la nada, de lo que no conocemos, de lo que ignoramos.

Todo eso nos produce pavor! ¿Pero cómo es posible temer la muerte si el mismo Cristo cruzó su umbral desde la Cruz y es Él quien nos guía para que traspasemos esa oscuridad sin miedo y con confianza?

Para mí, como cristiano, la muerte es una esperanza, prueba de mi precariedad y mi debilidad, pero una esperanza en definitiva.

Por eso debo sacar el mayor provecho a esta vida mortal para ejercitar todas las obras de misericordia que pueda ofrecer a mí alrededor, ser testimonio del Evangelio y dador de amor sin contrapartidas porque el día que me sobrevenga la muerte, ya no tendré oportunidad de rectificar.

Y cuando el Señor me despierte del letargo de la muerte para someterme al juicio final, me juzgará según el amor que haya sabido practicar en la vida terrenal. Ilumíname, Señor, para entenderlo bien.

Quiero vivir con los pies en la tierra y los ojos en el cielo.

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P. Óscar

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